viernes, 15 de enero de 2016

De escaparates.

 Yo recuerdo que in illo tempore mi progenitora salía con alguna de sus amigas y, honrándome con su compañía, alguna que otra vez fui castigado a algo terrible: “Ir de escaparates”. Se trataba de una lenta procesión cuyo objetivo era contemplar uno a uno, salvo raras excepciones, todos los escaparates a tiro, para lo cual se elegían las calles más comerciales. Generalmente el hecho se prodigaba los lunes, pues los comercios cambiaban los fines de semana sus balcones al público. Como quiera que el horno no estaba para bollos…, constituía una distracción gratisdata al alcance de todos los bolsillos, pero que resultaba un tormento para el que suscribe, que prefería jugar a las chapas. Bien, pues en conmemoración del pasado, el otro día repase los escaparates de una calle de la ciudad que habito. Llamó poderosamente mi curiosidad, el lujo, la pomposidad y boato de un establecimiento dedicado a cocinas. Exhibía el mencionado tres salones-cocina, a cual más relumbrante, armarios de apertura automática, electrodomésticos de tecnología punta, cristales pavonados, acero inoxidable, incluso dos taburetes con forma de setas. El precio, mejor ni preguntarlo, aquello parecía de otra galaxia. Quedé impresionado por tanta belleza doméstica, pero con lo que no estuve de acuerdo era con el rotulado exterior que especificaba “COCINAS”. Eso no era para mis sentidos una cocina, o lugar donde se confeccionaba, muchas veces con más amor que elementos, la comida familiar. Donde en los días invernales muchas veces me refugié, porque se estaba calentito, donde había una mesita con mantel a cuadros rojo y blanco, como banco de trabajo para limpiar lentejas, seleccionar hortalizas, pelar patatas y demás menesteres propios de la faena. Donde enérgicamente ayudaba con el soplillo a avivar el difícil fuego necesario, luchando contra la pillería del carbonero que nos vendía el carbón mezclado. Donde a veces se escuchaban cuentos improvisados, que alguien con más voluntad que imaginación trataba de dar forma, cuentos que siempre acababan bien, como debe ser. Donde a veces se proponía realizar allí mismo la comida, para  dejar el comedor impoluto para las visitas. Las cocinas expuestas eran habitáculos de lujo, automatismo, ostentación, cocinas con glamour, lo que se quiera, pero para mi nunca podrían desprender el arrope, el calor de hogar de las de antaño, donde a veces la vida familiar se mostraba más realizada, más evidente. Y para colmo, las expuestas no tenían siquiera, ni calderos colgados en las paredes. ¡Qué ignorancia...!

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