jueves, 18 de marzo de 2010

Memorias de un colchón romántico

En realidad yo nunca quise ser un colchón. Yo era un cojincillo, casi almohadón, que vivía placidamente ubicado en la esquina de un sofá, el cual prácticamente no era usado por nadie, excepto cuando un tipejo con cara de primo visitaba a la señorita de la casa. El citado, de vez en cuando, la tomaba de las dos manos y, mirándola fijamente a través de sus quevedos, (llevaba unos aumentos de siete a ocho dioptrías), la decía con voz lánguida que era su media naranjita.
La nena, que era bastante salidilla, estuvo un par de veces a punto de cogerme, y de un manotazo plantarme bajo sus riñones para ponerse panza arriba, y ver si el cegato se arrancaba por peteneras, pero yo creo que tenía miedo de que el aludido apuntara mal, y la sacara un ojo….El caso es que nunca lo intentó.
Tras esta aburrida experiencia, pasé a ser cedido junto a otros cachivaches, sofá incluido, a una sobrina de mis propietarios recién matrimoniada, y que tenía carencia de mobiliario, tras su unión con una guardia civil.
Aquí pasé por una época digamos non grata, ya que el del tricornio cogió por costumbre situarme sobre una mesita, para a continuación endiñarme sus dos pezuñas encima, con el fin de aliviar la fatiga habida durante el servicio diurno realizado. Por ello fui sometido a notable presión, así como obsequiado con un aroma indescifrable.
Como siempre fui un cojín educado, le disculpaba ya que al pobre al ser novato, le asignaban patrullas pedáneas de transporte de presos de aquí para allá y regresaba tullidito al hogar. A mi me daba pena y soportaba estoicamente su peso y emanaciones adjuntas, así un día tras otro, pensando que de alguna forma tiene uno que ganarse el cielo.
Pero de la noche a la mañana y sin explicación alguna, me vi postergado y eliminado junto a mi entorno, al ser substituidos por un moderno tresillo, sin duda adquirido en cómodos plazos, y al decir retirado, quiero decir transportado a otra plaza. Tratábase de una planta de reciclaje de lanas; olvidé decir que yo era de una lana excelente, procedente de una notable familia de ovejas de Valladolid, y descendiente de un linaje de tiempos de Fernán González, con lo que el tal reciclaje y posterior mestizaje, no me agradaron en demasía. Como digo, fui reciclado y transformado, junto a otros semejantes, en un abultado colchón de lanas de mil leches, teniendo la desgracia de quedar ubicado en la zona central, que como se verá posteriormente es la zona de los vapuleos.
Por tanto quedé incluso en aquel cacareado y primitivo colchón, todo lana.
Del almacén, donde apilado con otros semejantes las pasé canutas, sin tomar el aire en dos meses, me transportaron al domicilio de unos hippies y arrojado, más que depositado, a un extremo de una habitación.

Allí, habitaban un par de colchones más con un aspecto horroroso. Lucían quemaduras por varias zonas y tenían un tono algo chungo, así como amarillento tirando a caca.
Mi estancia, en esta desdichada morada, fue de pena. Poblada por bípedos/as, en pelota picada, que no sé por qué todos se llamaban coleguitas, cabalgaron sobre mis carnes, digo sobre mis lanas, y hubo noches irrespirables, en las que fui sometido a un constante vapuleo. Asimismo, varias colillas dejaron su huella impresa en mi epidermis, y quedé impregnado de algo así como olor a ron caducado. Total una desgracia.
Un día, agentes del orden entraron a saco en el apartamento, y se llevaron a todo bicho viviente escaleras abajo, mientras cantaban eso de: “qué será lo que tiene el negro…”. Mis compañeros y yo llorábamos de alegría.
¡Habíamos logrado la libertad!, pero acompañada de una inmensa soledad…
Quedamos allí abandonados, hasta que un buen día, entró en mi vida don Felipe.
Don Felipe era un sin techo que vivía de la caridad y dormía donde podía, era una buena persona a la que la vida le había sacudido un buen palo, dejándole en la indigencia más absoluta. Penetró en el apartamento casi a escondidas, nos echó una mirada y tras realizar su elección, me echó en su hombro, emprendiendo la fuga con toda cautela. Me salvó la vida ya que a los tres días se incendió la casa.

Ahora, soy feliz, don Felipe ha cepillado con agua jabonosa toda mi extensión, ha cerrado mis heridas colocando amplias tiras de esparadrapo, me ha dotado de una sábana, algo usada, pero sábana al fin y al cabo; también tengo una manta, un poco rajadilla eso si, a cuadros, así como escocesa... Me airea todas las mañanas y se comporta como un verdadero compañero. Vivimos bajo un puente en San Fernando de Henares, es un puente de un arroyo secundario, muy tranquilo.
También me ha bautizado, me llama “piltra”, por lo cual le estoy muy agradecido, y cuando se despide de sus colegas, por las noches, dice: “Me voy a la piltra“.
Cuando amanece, se levanta, mira al cielo y con los brazos alzados grita:
, “Piltra somos libres…”
¡Es un sol..! Uno es un romántico, ¡qué se le va a hacer!
Esta es mi corta historia. Mañana, Dios dirá…

--------------------------
J.L.G.R

No hay comentarios:

Publicar un comentario