La
rueda.
El folio en
blanco me está mirando con fijeza, como interrogándome acerca del tema o
cuestión que proyecto reflejar en su blanca faz. Yo también le miro intentando
que no adivine el hecho consumado de que no tengo ni idea del tema a tratar, y
que instintivamente me he puesto a escribir buscando algo de compañía, si
compañía, como suena, el papel a rellenar me parece un silencioso receptor de
mis ocurrencias más o menos cabales y los aguanta sin rechistar, cosa que es de
agradecer al fin y al cabo.
Como quiera
que no quiero, ni debo, defraudarle he traído a mi memoria un curioso detalle
de mi niñez y que recuerdo de hace poco, es decir de los años cuarenta y
tantos.
Con cierta
frecuencia, mi padre solía sacarnos de Madrid a mi madre y a mí para realizar
algún viaje a provincias, con motivo de su trabajo. Como era natural, los
desplazamientos los realizábamos en tren, en aquellos trenes de máquina de
carbón en los que a fuerza de asomarse a la ventanilla terminábamos cambiando
de raza... Viajábamos casi siempre de noche, sería por motivos crematísticos
digo yo, y como apenas dormía me asomaba a la ventanilla en todas las
estaciones. Observé que alguien que circulaba por los andenes se dedicaba a
golpear las ruedas del tren con un martillo.
A mi aquello
me tenía mosca, por lo que un día pregunté por el motivo de aquellos
martillazos. Alguien, sin duda abusando de mi ingenuidad, me informó de que por
error se había montado en los talleres una rueda de madera en un tren y que
trataban de localizarla.
Durante muchos
años se repetía tal operación, pero en mis recientes viajes observé que ya no
se realizaba.
Me
encantaría volver a tener la edad apropiada para preguntar a cualquier
ferroviario si encontraron por fin la dichosa ruedita.
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