miércoles, 25 de julio de 2018

La rueda


                                                  La  rueda.





   El folio en blanco me está mirando con fijeza, como interrogándome acerca del tema o cuestión que proyecto reflejar en su blanca faz. Yo también le miro intentando que no adivine el hecho consumado de que no tengo ni idea del tema a tratar, y que instintivamente me he puesto a escribir buscando algo de compañía, si compañía, como suena, el papel a rellenar me parece un silencioso receptor de mis ocurrencias más o menos cabales y los aguanta sin rechistar, cosa que es de agradecer al fin y al cabo.

   Como quiera que no quiero, ni debo, defraudarle he traído a mi memoria un curioso detalle de mi niñez y que recuerdo de hace poco, es decir de los años cuarenta y tantos.

   Con cierta frecuencia, mi padre solía sacarnos de Madrid a mi madre y a mí para realizar algún viaje a provincias, con motivo de su trabajo. Como era natural, los desplazamientos los realizábamos en tren, en aquellos trenes de máquina de carbón en los que a fuerza de asomarse a la ventanilla terminábamos cambiando de raza... Viajábamos casi siempre de noche, sería por motivos crematísticos digo yo, y como  apenas dormía me asomaba a la ventanilla en todas las estaciones. Observé que alguien que circulaba por los andenes se dedicaba a golpear las ruedas del tren con un martillo.

   A mi aquello me tenía mosca, por lo que un día pregunté por el motivo de aquellos martillazos. Alguien, sin duda abusando de mi ingenuidad, me informó de que por error se había montado en los talleres una rueda de madera en un tren y que trataban de localizarla.

  Durante muchos años se repetía tal operación, pero en mis recientes viajes observé que ya no se realizaba.

     Me encantaría volver a tener la edad apropiada para preguntar a cualquier ferroviario si encontraron por fin la dichosa ruedita.

                                  

                                                                                     






sábado, 14 de julio de 2018

Jugando cpn la memoria


               JUGANDO   CON   LA  MEMORIA.



       (Al recuerdo de aquellos que compartieron mi juventud) 



 Acabo de saludar a un viejo compañero de colegio, M… se llama, creo, y hemos intercambiado recuerdos de aquellos tiempos en el Colegio Arenas de la capital Grancanaria, entonces le llamaban Colegio de don Antonio, gran docente por cierto, en el barrio de Alcaravaneras. Hemos tratado de recordar nombres y domicilios con éxito mediocre, téngase en cuenta que se trata del año 48 o por ahí, cuando los carritos amarillos de helados circulaban por la ciudad.



  De algunos sabemos de su viaje al otro barrio, de otros que desaparecieron de la isla sin más, posiblemente y como por entonces muchos tenían familia en Venezuela y en el Caribe se fueron a hacerles compañía, ya que el país no andaba muy boyante que digamos. En concreto no pudimos localizar a nadie, aunque nos hubiera gustado reunirnos y rememorar viejas batallas. ¡Qué habrá sido de Margot, Maximiliano, Dolores, Carlos Marrero etc….? Tras la despedida de mi colega, invadieron mi memoria recuerdos de aquellos tiempos, principio de mi estancia en las Islas. Nuestro primer aposento fue en la Calle Fontana de Oro, hoy Senador Castillo Olivares, en una casa alquilada de planta baja. Al regresar del colegio, mi nunca olvidado colegio de don Antonio y doña Lucía, cuya fría mirada bajo las gafas te hacía temblar.  Como estaba reciente mi aprendizaje del ajedrez, merced a la bondad y paciencia de mi buen hermano, me dedicaba por las tardes a practicar con Alfonsito, que vivía en la casa de enfrente, la correspondiente partida en la escalera de su casa.

  Los resultados eran compartidos repartiéndonos los triunfos y las derrotas con total cordialidad, hasta que un día se le ocurrió comentar al bueno de Alfonsito que su hermano, tres años mayor, jugaba mejor que nosotros. Yo le contesté que le avisara para medirse conmigo. El match fue duro, pero le gané y a su término se levantó, me dio una cachetada sin más y se marchó.

Yo, inferior en tamaño, masa corporal y desconcertado, tan solo acerté a murmurar: “hay que saber perder, abusón…”

  No comenté con nadie el hecho y me quedé con la torta, pero lo que realmente me dolió fue que Alfonsito, sin duda avergonzado, no volvió a acudir a nuestros encuentros. Él y su tablero desaparecieron de mi vida privándome del entretenimiento y de su amistad, a pesar de que le esperé varios días. Esto me entristeció. Al poco tiempo mudamos nuestro domicilio a la Ciudad Jardín.

  Otra anécdota que recuerdo fue en mi nuevo domicilio en el famoso y ya desaparecido Hotel Bellavista. Cruzando León y Castillo y bajando General Goded, a través de una escalera de piedra semi-partida, ya teníamos el mar a mano.

   Una tarde fui con mis amigos Diego M y Luis N. a las rocas, con marea baja, a intentar pescar algo, enarbolando mi caña recién comprada. El caso es que me introduje demasiado, al parecer, y cuando horas más tarde intenté regresar bajando de la roca, no encontré ninguna vía peatonal y tuve que regresar nadando, lo poco que sabía, y en el mar se quedaron los artilugios de pesca incluyendo la caña y una lata con tres pescaditos algo esmirriados…  Total: profesión rechazada.

   Es curioso que a medida que almacenamos primaveras y al llegar estas a adquirir cierto valor cuantitativo, la memoria hace de las suyas y recuerdas detalles de hace más de 60 años y sin embargo no tienes idea de lo que comiste ayer…

   Aprovechando tal circunstancia relato otro caso de la época.

Existía un solar abandonado en plena Ciudad Jardín al que llamábamos el campo de la Bruja que, una vez despojado de pedruscos y alguna que otra tunera, servía de base para desarrollar un partido de futbol entre nuestro barrio y otro vecino. Un día al ir a tomar posesión del terreno nos sorprendió que en su acceso un letrero explicaba “PROPIEDAD PRIVADA, NO ENTRAR”. Nos dijimos que ahora era privado, después de haberlo limpiado nosotros de escombros un montón de veces. Por lo tanto hicimos caso omiso del anuncio y seguimos utilizándolo. Pero transcurridos unos días y en pleno desarrollo del encuentro, se nos pusieron los ojos como platos al observar que dos guardias municipales, con los brazos cruzados, contemplaban con sorna el partido…

   Ni que decir tiene que se tocó a desbandada, cada uno salió disparado por donde pudo, hasta tal punto que el balón medio pichado se quedó abandonado a su suerte… Lo bueno fue que los agentes ni se inmutaron, limitándose a contemplar la fuga masiva, pero el susto no nos lo quitó nadie…

   Cuando cumplí los 14 regresé a mi tierra para años después establecerme definitivamente aquí. Recorrí la calle Fontana de Oro pero le habían cambiado el nombre (Ay Galdós, Galdós… ¡que frágil es la memoria…!) El cobertizo donde se alojaba la vaca cuya leche merendábamos con gofio, había desaparecido y nadie me dio razón de Alfonsito. El mar ya no llegaba al final de la calle General Goded, lo habían alejado bastante, en pro del progreso. En el campo de la Bruja fabricaron al menos tres viviendas y por más que busqué el balón no pude encontrarlo…

                       Pero yo me sentí satisfecho y emocionado de mis recuerdos, rellenando así modestamente un trocito de la historia de esta isla, que también considero como mía, compartiendo la tierra original.  

  Los Piscis somos así-….





                       
















Sueños


                                    El tren.





   Hace muchos años, bastantes, una  distración para los niños capitalinos era llevarlos a la Estación a ver los trenes. Se pagaba el llamado billete de andén  de precio mínimo y sentados en un banco corrido del fondo de la estación, nos afanábamos por ver las llegadas y salidas de los trenes y el follón en los andenes, entre recibimientos y despedidas.

 Cierto Enero me hicieron creer que unos señores con muchas maletas eran los Reyes Magos con los juguetes, que al día siguiente desfilarían por la ciudad y por supuesto que me lo tragué.


  Aquella noche aprendí a soñar.


  No se me ocurrió preguntar por los camellos…