La estación.
Las estaciones tenían algo entrañable.
Posiblemente en mayor o menor grado todas lo tengan, pero ahora me refiero a una estación de ferrocarril muy grande, Madrid Puerta de Atocha.
Años ha, podían apreciarse en sus andenes situaciones muy emotivas, despedidas ostentosas a aquellos hijos, que maleta semiacartonada en mano, emprendían la aventura del servicio militar o del trabajo en otra provincia.
Las madres se ponían moradas de lagrimeo mientras los padres opinaban :
“¡ Déjale que se haga un hombre...! “, frase con profundo fondo filosófico.
Yo recuerdo las partidas y arribadas de mi padre, quien por su trabajo viajaba con frecuencia. Acudíamos presurosos a la estación, mi madre y yo de la mano, para recibir al fumigoso ferrocarril, cuya negra locomotora ponía la estación perdida de humo y producía una sensación terrorífica al penetrar.
Había que sacar un billete de andén muy barato para acceder a los andenes y allí aguardábamos impacientes la entrada del monstruo, quien con una estruendosa pitada, decía: aquí estoy. Mi progenitor que era de un vestir impoluto, portaba su cuello de camisa, blanco en origen, con un sombreado parecido al techo de la estación, cuyos cristales eran ya impenetrables por los rayos solares.
Tras los saludos de rigor y sorteando a los maleteros, que se ganaban la vida bajo boina y portando equipajes a precios módicos, salíamos a la calle para luego volver a bajar por la estación del metro, al otro lado de la plaza. Comodísimo…Siempre nos traía un presente que aceptábamos con cariño, pero la mayor alegría era cuando anunciaba: “ ¡Y ahora tres meses en Madrid...! “.
El bendito teatro que nos permitió soportar aquellos años de carestía….
Bueno, no nos salgamos del tema. Las estaciones eran entrañables como he dicho por ser lugares de efusivas despedidas y alegres reencuentros, eran la chispa de la monotonía. Era hasta motivo de alegría decir: “ ¡Mañana voy a la Estación...! “.
Pero la cosa ha cambiado. El público ya no accede a los andenes porque existen unos tornos que precisan del billete de viaje. Se acabaron los abrazos a pie de andén, los pañuelos al viento y las manos alzadas. Casi nadie despide a nadie y si lo recibe es en la cafetería. Ha terminado la ilusión, la espontaneidad del abrazo emocionado. También ha terminado, afortunadamente, el copioso humo y los emboinados mozos portamaletas que nos asediaban con sus carritos.
Pero que quieren...,¡a mi todo aquello me gustaba …!
José Luis.
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