viernes, 29 de enero de 2016

Unos Reyes Magos rarísimos...



Por fin aparecieron en la gélida calle SSMM a  cumplir su contratada actuación respecto a los más pequeños y algún que otro grande tal vez.
La alcaldesa lucia su peludo abrigo, de ser auténtico único signo animal permitido en el acto, ya que al parecer tanto los camellos como las ocas han sido jubilados sin contar con los interesados, es decir con los niños. Embutida en el citado les ha dado su agnóstica bienvenida previo despeje de todo símbolo de majestad, vestidos con aires Rappeleños y Amerlinados con menos porte que los de la baraja. Por supuesto los niños del colegio de marras no se asomaron, pero imagino las preces y deseos invocados hacia su apreciada edila.
En fin que en Madrid nos van cambiando todo poco a poco, los generales sin calles, los colegios sin cruces, los cafés sin periódicos y habrá que tener cuidado con el cocido, los callos, los churros, los merengues y los colchoneros, so pena que nos lo llamen Madrid el Soso.

Ya lo decía don Sebastián, aquel castizo de la Verbena: ¡Hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad...!

Algo especial...


Me he bajado del autobús en la Puerta de Alcalá. Durante algunos instantes y aprovechando los cortes de circulación he traducido , tal vez por cuarenta-ava vez los numeros romanos que indican su construcción. Nada menos que en 1778 siendo Sabatini su constructor. Los querubines en sus alturas, quiso el artista que representaran las cuatro virtudes: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, detalle que alguien me explicó hace muchos años, su abertura central estaba destinada a la familia real, las laterales a la corte y las extremas al resto. A tal fin fue destinada una de las cuatro antiguas puertas de la ciudad, ésta lo fué también pecuaria, en la plaza de la Independencia. La reunión de las calles Serrano, Alcalá, y Alfonso XII con la puerta principal del Retiro en esta plaza, hacen que tenga una especial animación y relevancia.
Después he dirigido la vista hacia Cibeles, a sus laterales El Paseo del Prado y Recoletos, al fondo la bifurcación de Alcalá con Gran Vía. Este cuadro siempre ha sido la imágen mental de mis recuerdos de infancia; la fuente de agua gorda, en el lateral del antiguo Correos, continúa pero sin fluido, ¡cuántas veces me refresqué en ella...!
Me he permitido reflejar este pequeño recuerdo de uno de los lugares más significativos de mi tierra natal, con la natural satisfacción de haberlo visitado una vez más y la esperanza de que todavía pueda repetirlo en el futuro, si es posible.
Es algo especial para mi...

viernes, 15 de enero de 2016

Ordenadores mudos

 Mi ordenador no hace ruido alguno y eso me tiene mosca. Si realizara el tableteo que orquestaban las máquinas de escribir de antaño, seguramente me libraría de ser interrumpido con tanta frecuencia por mis allegados, que pensarían: “dejémosle, que está trabajando…” Incluso pudiera ser que el tecleo instara a pensar a la vecindad, “debe haber un escritor entre nosotros…”. Pero nada de esto acaece, no hace ruido alguno, se limita a reflejar mis relatos sin el más mínimo comentario, acepta sin rechistar mis correcciones y al final me muestra el producto para mi aprobación o deshecho. Es frío e impávido no dice absolutamente nada, ni aplaude ni censura. ¡Hombre…, yo tampoco espero una ovación cerrada a cada intento de relato! Tampoco un abucheo, por supuesto, pero podía estar programado al menos para animar al ejecutante, admitiendo su esfuerzo. Con un “¡adelante que la cosa mejora…!”, o algo así, me conformaría, pero que si quieres arroz… Por eso he decidido escribir bajo la influencia de alguna música, alguna melodía de esas que te levantan la moral y al pairo de sus sones, y tras las oportunas correcciones, estimo correcto pulsar el “guardar”, obviando el “eliminar”. La letra impresa, independiente de la calidad de lo escrito, es fría, insensible, no transmite afecto ni ilusión, Habrá que inventar el libro sonoro. Por todo ello querido lector, si alguna vez te viene bien, te agradecería que me enviaras alguna postal, cualquier postal, escrita a mano… No hace falta que me digas nada interesante, tan sólo quiero ver tu palabra manuscrita. ¡Me haría tanta ilusión…! -------------------------------

De escaparates.

 Yo recuerdo que in illo tempore mi progenitora salía con alguna de sus amigas y, honrándome con su compañía, alguna que otra vez fui castigado a algo terrible: “Ir de escaparates”. Se trataba de una lenta procesión cuyo objetivo era contemplar uno a uno, salvo raras excepciones, todos los escaparates a tiro, para lo cual se elegían las calles más comerciales. Generalmente el hecho se prodigaba los lunes, pues los comercios cambiaban los fines de semana sus balcones al público. Como quiera que el horno no estaba para bollos…, constituía una distracción gratisdata al alcance de todos los bolsillos, pero que resultaba un tormento para el que suscribe, que prefería jugar a las chapas. Bien, pues en conmemoración del pasado, el otro día repase los escaparates de una calle de la ciudad que habito. Llamó poderosamente mi curiosidad, el lujo, la pomposidad y boato de un establecimiento dedicado a cocinas. Exhibía el mencionado tres salones-cocina, a cual más relumbrante, armarios de apertura automática, electrodomésticos de tecnología punta, cristales pavonados, acero inoxidable, incluso dos taburetes con forma de setas. El precio, mejor ni preguntarlo, aquello parecía de otra galaxia. Quedé impresionado por tanta belleza doméstica, pero con lo que no estuve de acuerdo era con el rotulado exterior que especificaba “COCINAS”. Eso no era para mis sentidos una cocina, o lugar donde se confeccionaba, muchas veces con más amor que elementos, la comida familiar. Donde en los días invernales muchas veces me refugié, porque se estaba calentito, donde había una mesita con mantel a cuadros rojo y blanco, como banco de trabajo para limpiar lentejas, seleccionar hortalizas, pelar patatas y demás menesteres propios de la faena. Donde enérgicamente ayudaba con el soplillo a avivar el difícil fuego necesario, luchando contra la pillería del carbonero que nos vendía el carbón mezclado. Donde a veces se escuchaban cuentos improvisados, que alguien con más voluntad que imaginación trataba de dar forma, cuentos que siempre acababan bien, como debe ser. Donde a veces se proponía realizar allí mismo la comida, para  dejar el comedor impoluto para las visitas. Las cocinas expuestas eran habitáculos de lujo, automatismo, ostentación, cocinas con glamour, lo que se quiera, pero para mi nunca podrían desprender el arrope, el calor de hogar de las de antaño, donde a veces la vida familiar se mostraba más realizada, más evidente. Y para colmo, las expuestas no tenían siquiera, ni calderos colgados en las paredes. ¡Qué ignorancia...!

El diente.

 El almuerzo había sido completamente satisfactorio. Doña Asunción, como todos los jueves, se había esmerado en el cocido familiar al que no había faltado de nada, incluida la famosa carne de morcillo. Como remate el melón sabía a almívar ̶ Así da gusto comer en casa. ¿Dónde ibamos a desgustar esta sopa de cocido y estos garbanzos que se deshacen con mirarlos, y el tocinito y la morcilla que estaba de rechupete...?̶ ,̶ se expresaba don Ramón con cara da angelito de Rubens. ̶ Bueno no habrá sido para tanto, lo que pasa es que una hace las cosas con cariño y a veces salen bien... ̶ replicó modestamente la cocinera. ̶ Bien..., ̶ exclamó el jefe familia ̶ esto es una maravilla... Y sin poderse contener se levantó y aproximándose a su media naranja le proporcionó dos sonoros besos en plena frente. Ante tal expresión de afecto el resto de los comensales, es decir los abuelos Angustias y Marcelo y los pitufos Rosita y Javierín, prorrumpieron en un masivo aplauso. Doña Asun visiblemente emocionada se levantó y anunció: ̶ Voy a calentar el café para después del postre. Regresó con la cafetera echando humo y sirvió media taza a los mayores. Al remover el azúcar, don Ramón paró de repente en seco, sacó la cucharilla y exclamó alarmado: ̶ ¡Un diente..., aquí dentro hay un diente...! Todas las miradas convergieron en la temblorosa cucharilla que se ofrecía a su vista, con un diente náufrago rodeado de café. Rosita exclamó de motu propio: ̶ ¡Puaf que asco...! A la pobre doña Asun no le faltaba mas que llorar, los abuelos se miraron con desconfianza y Javierito salió corriendo. Pero Rosita, dominado la situación exclamó: ̶ Esto lo aclaramos ahora mismo. ¡A ver Abuela...!, abra usted la boca ̶ tras examinarla detenidamente, dijo ̶ completa... ¡Ahora usted...abuelo...! Pero el abuelo ya se había imginado la jugada y sin mas, plantó con energía las dos partes de su dentadura, con algo de morcilla alojada, sobre la mesa. ̶ Estos son mis poderes, ¡con dos...! (era forofo del Cardenal Cisneros...). A don Ramón, del susto se le fueron cucharilla y diente al suelo. ̶ ¡A mi me da algo...! ̶̶ exclamó la cocinera, llevándose las manos al recogido... ̶ ¡Javierito...! ̶ bufió más que chilló el jefe. Javierito desde el umbral con cara de circunstancias se expresó: ̶ Dos semanas se ha pegado bajo la almohada y ni ratoncito Pérez ni madre que lo trajo... Como decís que es de leche me dije que serviría para un cortadito...

La fuga.

 No podía más, aquel hombre tenía algo que brillaba en su mano, se ponía de puntillas y le miraba fijamente. Dió media vuelta, saltó la barrera y recorrió al trote la andanada. Luego enfiló la puerta principal y a toda velocidad bajó la calle Alcalá, la M-30 y torció por la N II. Pasada la Pedregosa el primer pueblo era Soses, allí ya sin resuello se dirigió al primer mosso d´Esquadra que pilló: ̶ Asil polític, si us plau...

La reunión

 ̶ ¿Y dice Vd que vendrá mucha gente a verme...? ̶ Por supuesto y habrá música, flores, peinetas y mantones de Manila. ̶ Y conoceré a un caballo en una tarde de sol brillante, donde los “olés” poblarán el ambiente. ̶ Por supuesto y al final verá Vd. las estrellas... El Miura subió a la camioneta, pero no las tenía todas consigo...

Eso de la libertad

Pues resulta que estaba citado en la Plaza de Callao con unos amigos y decidí tomar el autobús 51 desde
Serrano, con la sana intanción de trasladarme hasta la puerta del Sol y desde allí alcanzar mi destino a base
 de piernas. Pero héte aquí que al llegar a la Puerta de Alcalá, el conductor nos anunció el desalojo del transporte urbano, por estar cortado el tráfico en adelante. Una vez apeado dirigí la mirada hacia mi castiza calle de Alcalá y pude distinguir una considerable horda humana, que se dirigía, considerablemente empancartada ( de pancarta, lo acabo de inventar), hacia el alojamiento del Kilómetro cero.
Alguien me explicó que haciendo uso de la libertad de expresión, la multitud se expresaba ordenadamente
en franca protesta por alguna de las leyes en proyecto, al parecer.
Total que hube de recorrer el resto de mi camino en penosa cuesta arriba, resintiéndome sensiblemente en mi sistema propio de transporte, no sin ronronear ciertos juramentos en hebreo y demás lenguas afines.
Para colmo, al alcanzar la cúspide una bípeda me arrebato alevosamente un asiento público, dejándome con las ganas. ¡Hombre estas cosas no se hacen con un aborígen en tránsito...!
Parece ser que haciendo uso de la mencionada libertad, este suceso se viene repitiendo cada vez que a los que mandan se les ocurre dictaminar alguna reforma educativa, laboral, social. o lo que sea; después de
haberlos elegido electoralmente por amplia mayoría, pues la verdad no lo entiendo...y mis piernas menos.
Propongo que primero se pongan de acuerdo y si no lo hubiere se autorice el evento en el Cerro del Pimiento, Casa de Campo o algo por el estilo. Con ello se beneficiaría el mobiliario urbano de Madrid,
que se queda hecho un asquito, se protegería el descanso  y el footing quedaría para los voluntarios y no para los ya algo veteranos.        ¿No les parece...?

Mi amigo el chino


Bueno en realidad y para ser más exacto debía decir mi conocido el oriental, ya que como explico a continuación, no sé si es chino, coreano, japonés o de por ahí, pero como tiene los ojos rasgados y es bajito, lo primero que se me ha ocurrido es chino, dado que años ha, sólo conocíamos a los de aquel país.
En cuanto a lo de amigo, lo dejaremos en conocido someramente, ya que ni siquiera se como se llama. Pero viste mucho eso de tener un amigo chino….
Bien, pues a mi amigo el chino, o de donde sea, le conocí de la siguiente manera. Acudo normalmente a un establecimiento que solo dispone de dos mesas, ya que su fuerte está en el despacho en barra, dada la premura de los concurrentes. Constituye una proeza ocupar una de dichas mesas, ya que varios semejantes pululan por la zona, para sentarse a leer el periódico mientras saborean un cafelito y digo semejantes porque, al igual que el que suscribe, carecen del odioso deber de fichar a la entrada del trabajo, en el que cesamos por Orden Ministerial, debido a la asiduidad y perseverancia mostradas en acudir al mismo durante excesivos años. Es decir que nos jubilaron.
Bien pues hallándome en la textura de solicitar permiso a un aborígen, que no mostraba rasgos cordiales, o un chino, digo oriental que, tan formalito él, contemplaba como paseaba la gente por la acera próxima, << he de aclarar que las dos mesas están situadas junto a una amplia puerta>>, lo dicho, me decidí por el de los ojos entornados y con un gesto señalando la silla del otro lado de su mesa, inquirí si podía ocuparla.
El procedente del celeste imperio o aledaños, se puso ceremoniosamente en pié y saludándome con dos inclinaciones de cabeza me indicó el asiento vacío.
Bueno pues así empezó la juerga, ya fuera yo el sentado previamente o mi conocido, nos levantábamos y tras dos cabezazos para abajo, invitábamos al otro a tomar asiento.
Mi amigo el chino ó de donde sea, no habla una palabra de español y creo que tampoco de catalán, y yo no se una palabra de lejano oriente, así que cada uno a lo suyo, hasta que nos despedimos con los consabidos cabezazos.
Mi conocido oriental, tiene el pelo blanco, como el que suscribe, usa gafas de lectura también como su compañero y se pasa las horas mirando a los transeúntes o sacando unos papeles rarísimos de su bolsillo, los examina cautelosamente y hace alguna anotación con su bolígrafo. Mientras, yo me zampo el periódico de pe a pa, incluyendo horóscopo y previsión meteorológica y cuando plego gafas y periódico para partir, por lo general él continúa absorto en los transeúntes. A veces nuestras miradas se cruzan y los dos sonreímos con meneíto de de cabeza incluido.
Esta situación es un poco rara y consultando al camarero que se podría hacer, para romper el hielo, el listorro me dice que le pida me ayude a hacer el crucigrama… 

Habida cuenta de los mil y pico millones, ¿por qué no nos enseñaron chino en

lugar de latín, mi cuello lo habría agradecido.....

Estaciones...


La estación. Las estaciones tenían algo entrañable. Posiblemente en mayor o menor grado todas lo tengan, pero ahora me refiero a una estación de ferrocarril muy grande, Madrid Puerta de Atocha. Años ha, podían apreciarse en sus andenes situaciones muy emotivas, despedidas ostentosas a aquellos hijos, que maleta semiacartonada en mano, emprendían la aventura del servicio militar o del trabajo en otra provincia. Las madres se ponían moradas de lagrimeo mientras los padres opinaban : “¡ Déjale que se haga un hombre...! “, frase con profundo fondo filosófico. Yo recuerdo las partidas y arribadas de mi padre, quien por su trabajo viajaba con frecuencia. Acudíamos presurosos a la estación, mi madre y yo de la mano, para recibir al fumigoso ferrocarril, cuya negra locomotora ponía la estación perdida de humo y producía una sensación terrorífica al penetrar. Había que sacar un billete de andén muy barato para acceder a los andenes y allí aguardábamos impacientes la entrada del monstruo, quien con una estruendosa pitada, decía: aquí estoy. Mi progenitor que era de un vestir impoluto, portaba su cuello de camisa, blanco en origen, con un sombreado parecido al techo de la estación, cuyos cristales eran ya impenetrables por los rayos solares. Tras los saludos de rigor y sorteando a los maleteros, que se ganaban la vida bajo boina y portando equipajes a precios módicos, salíamos a la calle para luego volver a bajar por la estación del metro, al otro lado de la plaza. Comodísimo…Siempre nos traía un presente que aceptábamos con cariño, pero la mayor alegría era cuando anunciaba: “ ¡Y ahora tres meses en Madrid...! “. El bendito teatro que nos permitió soportar aquellos años de carestía…. Bueno, no nos salgamos del tema. Las estaciones eran entrañables como he dicho por ser lugares de efusivas despedidas y alegres reencuentros, eran la chispa de la monotonía. Era hasta motivo de alegría decir: “ ¡Mañana voy a la Estación...! “. Pero la cosa ha cambiado. El público ya no accede a los andenes porque existen unos tornos que precisan del billete de viaje. Se acabaron los abrazos a pie de andén, los pañuelos al viento y las manos alzadas. Casi nadie despide a nadie y si lo recibe es en la cafetería. Ha terminado la ilusión, la espontaneidad del abrazo emocionado. También ha terminado, afortunadamente, el copioso humo y los emboinados mozos portamaletas que nos asediaban con sus carritos. Pero que quieren...,¡a mi todo aquello me gustaba …! José Luis.

Sobre cuentos

¡Qué bonitos eran los cuentos...! pero no me estoy refiriendo a los publicados en tebeos o libros específicos que también tenían verdadero interés, me estoy refiriendo a los cuentos relatados por nuestros mayores, padres, abuelos, etc., aquellos cuentos que, generalmente inventados, brotaban de sus labios con la intención de acompañar a los niños en las últimas horas del día, ayudarles a coger el sueño y la intención de que se sumergieran en un mundo de ilusión, distinto del disfrutado durante el día. Un mundo inventado, con personajes inventados y situaciones maravillosas para que así tuvieran el más feliz de los sueños. Yo imagino la escena en que el abuelo, enfundado en su batín marrón estaba sentado entre dos pequeñas camas. En ellas y surgiendo del embozo de las sábanas, podían verse las caritas ilusionadas de un niño de cabellos rizados a su derecha y una niña rubia de pálida faz a su izquierda. El momento era importante y esperado para ellos, habían penetrado rápidamente entre las sábanas con la ilusión en sus mentes, era la hora de los cuentos. La hora en que el abuelo cansado o no, con ganas o sin ellas, comenzaba a relatar a los niños los esperados cuentos. Como era natural y una vez agotado el repertorio de los cuentos clásicos, casi todos tenía que inventarlos sobre la marcha. El primero tenía que protagonizarlo alguna princesa, que por supuesto era bellísima, pero que estaba triste por algún motivo, esta causa desaparecía a lo largo del cuento y al final sonreía y gritaba plena de felicidad, casi siempre un príncipe muy bueno era quien devolvía la alegría a la princesa, bien matando a la bruja, salvándola del dragón y por supuesto casándose con ella. Eran los cuentos que a la dulce Betty le encantaban. Después venía el cuento para Carlitos. Este era algo más complicado pues tenía que incluir coches que corrían mucho, animales fabulosos ó batallas entre buenos y malos. El niño era algo más exigente y obligaba a su abuelo a exprimir su inventiva, pero él lo hacía como si le fuera la vida en ello y sin apartar la vista de la cara del niño para apreciar su interés. Cuando los ojos de los niños comenzaban a caer abatidos por el sueño incipiente, el abuelo esbozaba una sonrisa de autocomplacencia. Había cumplido su misión, los niños ya dormían soñando tal vez con hadas, princesas, o países de ensueño. Pero aquella noche el abuelo rendido, se recostó al lado del niño, tras subirle el embozo de la sábana y cerró los ojos agotado. Un hermoso cuarto creciente lunar se filtraba a través de las cortinas de la habitación en penumbra y dos ángeles etéreos, de esos que atraviesan muros y cristales fueron a posarse junto al trío durmiente. Uno de ellos con sedosos dedos acariciaba las mejillas de los niños y el otro tejió con habilidad una corona de laurel y la depositó sobre las nevadas sienes del anciano, que esta vez también comenzó a soñar con el paraíso. Eran los cuentos…., los bellos cuentos que escuchamos de pequeños y que a la vez relatábamos a nuestros hijos o nietos, tradición que ya escasamente se prodiga. ¡Díganme Vds. si hay algo más hermoso, si algo produce más ternura, que mientras le cuentas un cuento a un niño, el ver como poco a poco se le van cerrando los ojitos…!

El peladito

Ya casi nadie se acuerda de él, unos porque le conocieron poco, otros porque la memoria es así de ingrata, pero yo le recuerdo con mucho cariño. Me estoy refiriendo a aquel simple peladito mejicano llamado “Cantinflas”, interpretado por el genial actor Mario Moreno. Aquel personaje de andares singulares, vestimenta pobretona, gabardina al hombro y gorrito de feria era un ser de una gracia simple, con su lenguaje atropellado y pronunciación mejicana nos hacía estallar de risa con verle simplemente. Pero es que además interpretaba personajes conmovedores de una ternura infinita, siempre queriendo ayudar a quien lo precisara, siendo en su trato con los niños, tan niño como ellos, no dejándose avasallar por los poderosos con sus brillantes disquisiciones, que ni el mismo entendía. Inigualable y gracioso en sus papeles de torero, maestro, piloto, bailarín, peluquero, y tantos otros que nos hacían pasar momentos verdaderamente divertidos y que siempre finalizaba sus películas dejándote un sabor a sentimiento de buen ser humano, sencillo, ignorante porque así quería ser, pero de una candidez francamente enternecedora. Yo, como tantos otros, gocé de sus películas repetidas veces y disfruté a placer con las admirables interpretaciones del querido peladito mejicano. Pasados los años, quiero rememorarte mi admirado personaje, quiero enviarle a través de los cielos mi recuerdo afectuoso en forma de un abrazo al viento, en el que quiero expresar mi agradecimiento por tantos y tantos buenos ratos en tu compañía y en el que supongo incluyo a toda una generación de espectadores que nunca te olvidaremos. Hasta siempre Cantinflas. José Luis Guijarro Rios.

La estacion

La estación.

Las estaciones tenían algo entrañable.
Posiblemente en mayor o menor grado todas lo tengan, pero ahora me refiero a una estación de ferrocarril muy grande, Madrid Puerta de Atocha.
Años ha, podían apreciarse en sus andenes situaciones muy emotivas, despedidas ostentosas a aquellos hijos, que maleta semiacartonada en mano, emprendían la aventura del servicio militar o del trabajo en otra provincia.
Las madres se ponían moradas de lagrimeo mientras los padres opinaban :
¡ Déjale que se haga un hombre...! “, frase con profundo fondo filosófico.
Yo recuerdo las partidas y arribadas de mi padre, quien por su trabajo viajaba con frecuencia. Acudíamos presurosos a la estación, mi madre y yo de la mano, para recibir al fumigoso ferrocarril, cuya negra locomotora ponía la estación perdida de humo y producía una sensación terrorífica al penetrar.
Había que sacar un billete de andén muy barato para acceder a los andenes y allí aguardábamos impacientes la entrada del monstruo, quien con una estruendosa pitada, decía: aquí estoy. Mi progenitor que era de un vestir impoluto, portaba su cuello de camisa, blanco en origen, con un sombreado parecido al techo de la estación, cuyos cristales eran ya impenetrables por los rayos solares.
Tras los saludos de rigor y sorteando a los maleteros, que se ganaban la vida bajo boina y portando equipajes a precios módicos, salíamos a la calle para luego volver a bajar por la estación del metro, al otro lado de la plaza. Comodísimo…Siempre nos traía un presente que aceptábamos con cariño, pero la mayor alegría era cuando anunciaba: “ ¡Y ahora tres meses en Madrid...! “.
El bendito teatro que nos permitió soportar aquellos años de carestía….
Bueno, no nos salgamos del tema. Las estaciones eran entrañables como he dicho por ser lugares de efusivas despedidas y alegres reencuentros, eran la chispa de la monotonía. Era hasta motivo de alegría decir: “ ¡Mañana voy a la Estación...! “.
Pero la cosa ha cambiado. El público ya no accede a los andenes porque existen unos tornos que precisan del billete de viaje. Se acabaron los abrazos a pie de andén, los pañuelos al viento y las manos alzadas. Casi nadie despide a nadie y si lo recibe es en la cafetería. Ha terminado la ilusión, la espontaneidad del abrazo emocionado. También ha terminado, afortunadamente, el copioso humo y los emboinados mozos portamaletas que nos asediaban con sus carritos.

Pero que quieren...,¡a mi todo aquello me gustaba …!
José Luis.