Recuerdo agridulce.
Erase una vez un colega colegial, allá por mis 12 años, que a la salida
del cole me citó para enseñarme el
juego de los boliches. Apareció con una bolsa llena de bolas de colorines, las
más preciadas de acero, y nos lanzamos suelos adelante del zaguán tratando de
realizar carambolas entre ellas, a costa de ponernos rodillas y codos como el carbón.
Mi amigo Velasco, así se llamaba, a pesar de su miopía era un figura en
tal faena y yo no daba una, lo mío eran las chapas.
Seguramente
en algún portal del cielo se habrá proclamado campeón.
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