viernes, 3 de noviembre de 2017

Humor entre rejas


   Dicen que a aquella prisión sólo iban chorizos de poca importancia, pero como en aquella época el tener la mano un poco larga estaba muy castigado, los habitantes del trullo pasaban largas temporadas en amor y compaña.

   Allí estaba” el rapidillo “, Andrés, así apodado porque  se ponía en la cola de un cine, y en menos que canta un gallo desaparecían doce carteras. También estaba “el gallinero”,  Paco, conocido por su arte para robar gallinas mientras dormían la siesta. Era muy admirado, ya que nadie sabía cuando dormían la siesta las gallinas y todo el mundo se lo preguntaba, pero el puñetero no soltaba prenda. Luego estaba Rafael “el pelucas”, que le habían pillado tras robar en los mismos almacenes siete veces, pero con una peluca y gafas de sol distintas cada vez y decía que tuvo mala suerte. Pero el más distinguido era don Antonio, don Antonio siempre iba hecho un dandi, con su sombreo cordobés y alfiler fluorescente en la corbata. Don Antonio vendía entradas para los teatros en la mesa de un café a mitad de precio, decía que eran de la Asociación de Artistas Jubilados. Las entradas las fabricaba su cuñado, un guripa que tenía una pequeña imprenta, donde fusilaba las entradas originales. Entre los dos armaban cada overbooking en los teatros de Madrid, que a veces acababan a tortas entre asistentes, acomodadores y guardias. Una vez se despistó y se fue al teatro con una entrada falsa y le cazaron como a un conejo, siendo reconocido por sus irritados clientes.
   Bueno pues así sucesivamente, hasta unos veinte individuos.
   El problema que tenía aquella prisión, era que cada dos por tres se averiaba el televisor y durante los ratos de ocio, los pobres reclusos no tenían otra opción que sentarse en corro y contar chistes, así mataban las horas de relativo asueto. En general era gente muy ocurrente y lo pasaban bien con el invento.
   Pero ocurrió que una vez metieron entre rejas a un inglés, pecosillo él, de los que toman el sol con colador y que solo chapurreaba algo de hispano,  a la hora del recreo se lo llevaron al corro y lo sentaron entre ellos. La sesión comenzó y uno dijo:
  ―  El siete.
Algunos se reían un poco, pero en general pasó inadvertido. Otro dijo:
  ― El dieciocho.
Aquí sí, las risas fueron más abundantes.
Y así, sucesivamente, número tras número, transcurrió aquella tarde.
El inglés no entendía un pito de aquello y  le preguntó al pelucas.
  ― Yo entendeg nothing, seg chistes muy gagos.
  ― Mira pelirrojo ― le aclaró el citado― es que llevamos aquí tanto tiempo que nos los sabemos de memoria y para no repetirlos, pues los tenemos todos numerados y así vale.                                                                                     
  En la siguiente reunión, los asistentes procedieron a más de lo mismo y el aburrimiento se apoderó de los contertulios. De repente se levantó el inglés y dijo con energía:
   ― El cuagenta…
    Y la masa carcelaria prorrumpió en un estallido de risas y alborozo que dejó sorprendido al hijo de la pérfida Albión. Se retorcían por los suelos y algunos hasta lloraban de risa.
   El inglés se dirigió extrañado al  pelucas y le inquirió.
  ― ¡Pog lo visto seg muy bueno el cuagenta….!
   El pelucas, que también se retorcía de risa, hizo lo posible por contener el  alborozo  y le  aclaró:
―  ¡Qué va, es malísimo…, lo que pasa es que tienes un salero…



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