Dicen que a
aquella prisión sólo iban chorizos de poca importancia, pero como en aquella
época el tener la mano un poco larga estaba muy castigado, los habitantes del
trullo pasaban largas temporadas en amor y compaña.
Allí estaba”
el rapidillo “, Andrés, así apodado porque
se ponía en la cola de un cine, y en menos que canta un gallo
desaparecían doce carteras. También estaba “el gallinero”, Paco, conocido por su arte para robar
gallinas mientras dormían la siesta. Era muy admirado, ya que nadie sabía
cuando dormían la siesta las gallinas y todo el mundo se lo preguntaba, pero el
puñetero no soltaba prenda. Luego estaba Rafael “el pelucas”, que le habían
pillado tras robar en los mismos almacenes siete veces, pero con una peluca y
gafas de sol distintas cada vez y decía que tuvo mala suerte. Pero el más
distinguido era don Antonio, don Antonio siempre iba hecho un dandi, con su
sombreo cordobés y alfiler fluorescente en la corbata. Don Antonio vendía
entradas para los teatros en la mesa de un café a mitad de precio, decía que
eran de la Asociación de Artistas Jubilados. Las entradas las fabricaba su
cuñado, un guripa que tenía una pequeña imprenta, donde fusilaba las entradas
originales. Entre los dos armaban cada overbooking en los teatros de Madrid,
que a veces acababan a tortas entre asistentes, acomodadores y guardias. Una
vez se despistó y se fue al teatro con una entrada falsa y le cazaron como a un
conejo, siendo reconocido por sus irritados clientes.
Bueno pues
así sucesivamente, hasta unos veinte individuos.
El problema
que tenía aquella prisión, era que cada dos por tres se averiaba el televisor y
durante los ratos de ocio, los pobres reclusos no tenían otra opción que
sentarse en corro y contar chistes, así mataban las horas de relativo asueto.
En general era gente muy ocurrente y lo pasaban bien con el invento.
Pero ocurrió
que una vez metieron entre rejas a un inglés, pecosillo él, de los que toman el
sol con colador y que solo chapurreaba algo de hispano, a la hora del recreo se lo llevaron al corro
y lo sentaron entre ellos. La sesión comenzó y uno dijo:
― El siete.
Algunos se reían un poco, pero en general pasó
inadvertido. Otro dijo:
― El
dieciocho.
Aquí sí, las risas fueron más abundantes.
Y así, sucesivamente, número tras número, transcurrió
aquella tarde.
El inglés no entendía un pito de aquello y le preguntó al pelucas.
― Yo entendeg
nothing, seg chistes muy gagos.
― Mira pelirrojo
― le aclaró el citado― es que llevamos aquí tanto tiempo que nos los sabemos de
memoria y para no repetirlos, pues los tenemos todos numerados y así vale.
En la
siguiente reunión, los asistentes procedieron a más de lo mismo y el
aburrimiento se apoderó de los contertulios. De repente se levantó el inglés y
dijo con energía:
― El cuagenta…
Y la masa carcelaria
prorrumpió en un estallido de risas y alborozo que dejó sorprendido al hijo de
la pérfida Albión. Se retorcían por los suelos y algunos hasta lloraban de
risa.
El inglés se
dirigió extrañado al pelucas y le
inquirió.
― ¡Pog lo
visto seg muy bueno el cuagenta….!
El pelucas,
que también se retorcía de risa, hizo lo posible por contener el alborozo
y le aclaró:
― ¡Qué va, es
malísimo…, lo que pasa es que tienes un salero…
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