El escritor y el maniquí.
El escritor
emprendió su habitual paseo, comenzando por su también habitual acera. Al pasar
junto a los Nuevos Almacenes no pudo evitar fijar su mirada en el maniquí
expuesto, le atraía aquella mirada ingenua de ojos azules, tan azules como
inexpresivos, que miraban a ningún sitio, pero que le transmitían una extraña
tranquilidad. Se detuvo un momento en su camino a la vez que percibía que las
luces de la tienda empezaban a desaparecer, a la par que la puerta automática
iniciaba su cierre. Su mente empezó a elucubrar que sería de la efigie ahora en
la oscuridad, en silencio, sin nadie que le contemplara, sin que nada, ni
nadie, perturbara la horrorosa soledad a que se veía sometido. Su trabajo era
servir de base para lucir ropas diversas, produciendo bien la aprobación o la
crítica de sus admiradores, pero ahora
no era nada, tan solo una sombra más del solitario escaparate.
¿Qué hacen los
maniquíes en tales situaciones, qué raro corazón habita en sus fingidos
cuerpos, qué experimentan al ver cambiados una y otra vez sus ropajes así como
sus precios por otros, al notar alteradas sus posturas…?. Debe ser triste ser
maniquí y no debe ser fácil desempeñar sus tareas.
Un atardecer le
echó en falta, no estaba en su lugar habitual y así sucedió en días sucesivos.
Sin dudarlo se dirigió al encargado de los Almacenes interesándose por el
destino del maniquí de ojos azules.
El citado le
condujo a un sótano donde le mostró el cementerio de diversos ejemplares todos
tullidos, esperando no se qué extraño juicio final. Con todo respeto solicitó
los restos de su maniquí amigo, al que
entre otras cosas le faltaba un brazo, para rellenar su despacho. El encargado
le miró extrañado pero le complació en su petición. Y allí se posó, en un rincón del despacho
escuchando día tras día los inacabados poemas del ilusionado escritor, siempre
mudo, pero nunca a oscuras. Cubierto con una bata azul aterciopelada parecía un
ser de otra galaxia.
Un día la efigie
se fue al suelo de cabeza, se le rompió una pierna sin arreglo posible. Lo
envolvió en una manta y se dirigió a un campo cercano, cavó una ligera fosa e
introdujo dentro el maltrecho maniquí. Al no poder cerrarle los ojos por ser
inmóviles, los cubrió con un pañuelo para evitar que aquel azul celeste fuera
dañado por la la tierra.
Cuando ahora
pasa frente al escaparate, no puede evitar emocionarse al recordar los
inmóviles ojos azules del maniquí, al que redimió de la eterna oscuridad y que
escuchaba atentamente, con total respeto, sus ilusionadas poesías….
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