Hacía varios años que no le veía, aprovechando una corta estancia en la ciudad me dirigí a su vivienda, pulsando el llamador.
Al cabo de un buen rato, tuve que pulsar unas tres veces, me abrió la puerta su esposa Adela.
―¡Qué alegría, tu por aquí…!
―Hace tanto, que pensé sorprenderos con una visita inesperada.
En la salita de estar nos acomodamos junto a una mesita. Observé que sobre la mesa y a su alcance tenía una especie de reloj de arena, pero una arena de un color muy raro. Antes de hablar, dio la vuelta al artilugio y aguardó a que toda la arena pasara a la parte inferior. Entonces arrancó a decir.
―Bien pues sabrás que Tomás falleció hace un par de años, le dio un achuchón, no se de qué, pues no dio golpe en su vida. Con decirte que hasta yo tenía que tirarle de la cadena del inodoro…
―En esto sonó el timbre de la puerta y Adela volvió a darle la vuelta al reloj de arena. Cuando se efectuó el traslado total, fue a atender al cartero, que era quien llamaba. Me preguntó si quería un café, cosa que acepté, pero se sentó y volvió a darle la vuelta al chisme, no dirigiéndose a la cocina hasta que finalizó el nuevo traslado.
―¿Y dónde está enterrado…?
―No. Verás, lo incineramos.
Regresó al cabo del rato y antes de servir el café hizo la misma operación nuevamente. A su término, procedió a comentar:
―Como te decía, tu amigo era un vago redomado, pero ahora parece que va espabilando…